Hoy me han operado de la variz que me habían tenido que operar hace dos años. Me acompañó la Ana y dijo que fue uno de los mejores días de su vida. La cirugía se efectuó en la primera planta del hospital y no me pusieron el tipo de anestesia que me hubiese gustado.
Nada más llegar a la zona de preoperatorio, nos acomodaron en unos boxes de 6 metros cuadrados amueblados con una camilla, una silla y desde los que podíamos vislumbrar a todos los pacientes que iban o volvían de quirófano. Nuestros favoritos eran los que volvían. Yo estaba tumbada en la camilla con unas bragas desechables, una bata de lunares y unas pantuflas azules. Ana estaba sentada a mi lado y me dijo que haría un TikTok porque estaba siendo todo muy gracioso, especialmente Rosa, que era mi enfermera.
Rosa tenía un tipo de humor propio de una persona que lleva años hastiada de la administración pública. Era la Martha Kelly de la sanidad. Cada vez que llamaba a su compañera Montse, pronunciaba con demasiada exageración cada sílaba de su nombre: “¡Mun-sa-rrat!” y después nos miraba y nos decía que estaba sorda, pero sorda de verdad. Y la Montse, que estaba detrás, ni se inmutaba. Entonces sí que debía estar sorda, o simplemente cansada de Rosa, o tal vez harta de trabajar.
Mientras esperábamos en boxes para que me llevasen a quirófano, hubo tiempo de que llegasen unos inspectores de sanidad. Ana y yo dejamos nuestra charla para poner toda nuestra atención en lo que decían los inspectores porque no hay cosa que nos guste más que el chisme ajeno. Una inspectora estaba ligeramente enfadada porque el papel con el turno de horarios que había en el corcho de recepción no estaba plastificado. Ana me decía: “Iya, qué mala la inspectora esta, qué más le dará que no esté plastificado. Pobrecicas las enfermeras, que van desbordadas mis niñas… no tendrán nada mejor que hacer que ponerse a plastificar”.
Puede que Montse no se hubiese enterado de lo que decía la inspectora, porque como estaba sorda, pues pareció darle igual. La Rosa no estaba sorda, pero también se la sudó increíble que no estuviesen plastificados los horarios.
Después de la visita de los inspectores, volvió Rosa a nuestros seis metros cuadrados y me dio un Valium que no me hizo efecto porque yo ya estaba chill y confiando a tope en la sanidad pública. Le pregunté a Rosa que qué anestesia me iban a poner, porque yo quería un “David after the dentist” y que Ana me hiciese un montón de storis, pero nos dijo que ya no había anestesia por gas, que ahora te pinchaban otra cosa mucho mejor, más rápida y por lo tanto, más decepcionante.
A mí me hubiese gustado la anestesia del chaval que tenía enfrente. Le debieron operar de algo de la boca y tenía tremendo viaje. Estaba atontadísimo y diría que se estaba babando. En un momento sacó la manita por debajo de la sábana y nos saludó extremadamente despacio a Ana y a mí. Muy, pero que muy, despacio. Ana le devolvió el saludo muerta de risa y yo le envidié muchísimo. Luego le dieron un gel frío para ponerse en la mejilla y se lo puso a la vez que se frotaba el gorro desechable de quirófano en la otra mejilla. Era una cosa simpatiquísima de ver. Todo el rato nos miraba fijamente y nos saludaba. Y nosotras: “Jijijajaja, míralo qué gracioso, es que lo amo”.
Mientras tanto, Rosa nos contaba que estuvo 22 años en quirófano, pero que luego se cambió a preoperatorio porque entraron unas chicas más jóvenes, y por lo tanto, más insoportables, como mi anestesista, que en efecto, era insoportable.
El chaval de enfrente seguía drogado vivo y nosotras le seguíamos sonriendo cuando nos cruzábamos miradas. De repente, mientras nos saludaba muy despacito por decimoquinta vez, le empezó a salir un hilillo de sangre por la boca que le alcanzó la barbilla y de pronto me cagué viva y pensé que estaba en una peli de terror de Ari Aster o en It Follows o vete a saber tú qué, pero yo me acojoné un montón y quería irme de ahí cagando hostias porque me daba muchísimo miedo esa estampa. ¡¿Tú sabes lo que es tener clavada la mirada de un tío ultra pálido, con una bata blanca, dentro de una habitación de azulejos impolutos con luz de pescadería, al que le cae sangre por la boca mientras te saluda con la manita?! ¡Venga ya!
Al rato llegó Montse, la sorda, y corrió las cortinas del box del chaval y le cambió una gasa y todo arreglado; y a mí, por fin, me llevaron a quirófano donde me esperaba un cirujano que se acababa de echar un piti porque apestaba a tabaco y me empezó a dibujar cosas en la pierna.
Luego me chutaron anestesia intravenosa, no sé de qué tipo, pero de pronto empezó a sonar Bruce Springsteen y eso me molestó un poco. A mí es que no me gusta Bruce Springsteen y me entró un arrebato de pedirles Brian Eno, pero luego lo pensé mejor y me dije: “¿Que qué más da si me voy a dormir en cero coma? Si el señor este opera mejor con Bruce y fumándose un piti antes de cada intervención, pues adelante con todo”, aunque tengo que reconocer que me dio un poco de rabia, pero me dormí y se me pasó.
Me desperté con una venda que me llegaba del tobillo a la ingle y ni un tercio del globo del chaval de la peli de Ari Aster. La Rosa me dio un zumo de melocotón y me preguntó quién me había operado. Le dije que era un señor que se había echado un piti antes de operarme y al que le gustaba Bruce Springsteen. Dijo que era un desaborido y se fue a atender a otro paciente.
Al rato vino Ana con una cara de ilusión que tornó a decepción en cuestión de segundos porque se dio cuenta de que yo estaba perfectamente con mi zumo de melocotón y para nada iba drogada. Yo también estaba decepcionada. No íbamos a poder hacer storis.
Luego la Ana me leyó el postoperatorio y me dijo que no iba a poder caminar en 10 días y yo le dije: “¡Qué dices, loca!” y vino Rosa y dijo que yo, a partir de 48 horas, podía hacer lo que quisiese, pero Ana, que estaba modo Kathy Bates en Misery, me decía que no, que yo 10 días sin andar, que se lo había dicho no sé quién, y yo le dije que sí por no llevarle la contraria, y nos pillamos un taxi a mi casa mientras caminaba normal con mis dos piernitas.
Hicimos una paradeta en la farmacia a pillar ibuprofeno de 600 y heparina. La heparina es un anticoagulante que te tienes que pinchar en el estómago y yo pensaba que esto era como los diabéticos, tipo lapicero de botón, pero no, es una jeringuilla con una aguja de 2 centímetros que me tengo que pinchar yo sola en la pancha. Ana pasó increíble de pincharme porque es muy sensible y estas cosas le dan mucha impresión y se puede desmayar y todo. Yo pensé en aquella vez con 13 años en la que me hice un piercing en la oreja con un alfiler yo sola, así que tiré para adelante y me pinché la barriga y chillé muchísimo. En ese momento vi cómo la barrera que me separaba de la heroína se diluía, porque siempre tuve la firme creencia de que nunca sería capaz de chutarme. Pero ahí estaba, con una aguja clavada en el estómago y un nuevo pánico de terminar yonki porque resulta que ahora también soy capaz de ponerme jeringuillas. A mí esto de autopincharme me pareció una cosa tan adulta como lo de hacer la declaración de la renta y supongo que ahora es mi nueva anécdota para contar en fiestas. “Hey, ¿sabes que yo me he pinchado heparina?”
Jodó, Alba, ¿por qué no me había salido antes esta maravilla? Qué risas me he echado imaginándoos a ti y a Ana 😂 ¡gracias!
Carcajearse fuerte una sola en el sofá un domingo noche debe ser uno de los placeres adultos más recónditos. Graciassss