El otro día se murió mi abuela. Casi se muere el mismo día que el Papa salvo por dos meses. Fue de aquella época en la que ingresaron al Papa por primera vez y toda la gente se pensaba que iba a palmar pero luego salió a saludar en silla de ruedas un poco hinchao. A mí, la posibilidad de que solapase la muerte de mi abuela y la del Papa el mismo día me enfadaba un poco, no me apetecía que nadie le robase el protagonismo. Me produce cierto malestar la coincidencia de desgracias personales con acontecimientos históricos. Yo cumplo años en la víspera del accidente de avión de Spanair y siempre he sentido cierta culpabilidad de celebrar ante la tragedia ajena. Sé que morirse no es lo mismo que cumplir años, aunque a veces lo es un poco, pero ya me entendéis la efeméride.
La verdad es que el 16 de febrero habría preferido que se hubiese muerto el Papa y que fuese mi abuela la que hubiese salido a saludar, pero no fue así. El 16 de febrero mi abuela se murió de golpe y de gripe.
El 17 de febrero a primera hora mi tía me mandó un whatsapp avisándome de que se estaba tomando un café con mi abuela. No me resultó una afirmación perturbadora pese a que mi abuela llevaba 12 horas muerta. Por un segundo pensé: “A ver si me habré equivocao yo y toda la movida de ayer la soñé”. Cuando caí en que no lo había soñado me puse tristísima y no pregunté mucho más por lo del café. Lo único que me animó fugazmente fue imaginar a mi tía conectando con el más allá y mi abuela siendo un fantasma. Las dos tomando el café en la cocina: mi tía opaca y mi abuela translúcida y brillante como Patrick Swayze en Ghost.
El funeral fue gris, en una iglesia gris en un día soleado. Nunca oí a un cura cantar tan desentonado, aunque lo cierto es que nunca oí cantar a muchos curas. Sorprendentemente el poco entusiasmo que ponía en las canciones me animó un poco. Me imaginé a Calvin Johnson y le empecé a pillar el gustillo pensando que tal vez se pudiese arreglar con cuatro golpes de batería y una guitarrilla. Luego lloré porque cómo me iba a poner yo a pensar en Calvin Johnson en un funeral y no en mi abuela, pero bueno, me salió así.
A los pocos días nos dieron las cenizas y fui con mi tía y la Lele a esparcirlas por Cimavilla. Una cosa que es totalmente ilegal pero que nos la traía al pairo. Subimos el cerro y tiramos unas pocas dónde mi madre y también en el prao dónde se celebra la Gira. Mientras íbamos de camino a la Punta Liquerique, la Lele, que es la prima de mi abuela y que es la mejor porque tiene el eyeliner tatuado en azul, me explicaba lo que era un bizum. Para ella los bizums y los reels de Instagram eran la misma cosa y a mí eso me puso contenta. Luego, en la Punta, me tocó lanzar las cenizas al mar y eso no me puso tan contenta. Me tocó tirarlas por ser la más joven mientras que mi tía y la Lele se aferraban a problemas de movilidad y achaques de la edad para no tener hacerlo. Lo cierto es que la bolsa de cenizas, que pesaba un poquitín, tenía que superar la distancia del pedrero para caer al agua y ninguna confiaba en hacerlo bien. Sentí mucha presión y visualicé a los lanzadores de jabalina de las olimpiadas. Conseguí zafar el pedrero por un metro escaso y mi tía grabó un vídeo que mandó al chat familiar. Pienso mucho en cómo sería ese vídeo si le hubiese dado al pedrero.
Un día acompañé a mi tía al Natahoyo. Fuimos a la casa de mi tía Pili, la hermana de mi abuela que se había muerto hacía un año. Habían vendido el piso hacía poco y mi tía me dijo que si me quería llevar algo, que había cosas de Duralex y también algunos discos. Mi tía Pilina era la mejor porque me llevó de viaje a Eurodisney, Futuroscope, el Parque de Astérix y a Port Aventura. Se subía en todas las atracciones conmigo, no como mi abuela, que solo se subió una vez en el Tutuki Splash con la mala fortuna de que casi se le escapó la dentadura postiza y dijo que nunca más, que ella se quedaba en tierra aguantando los bolsos. Mi tía Pilina vivía en un grupo de viviendas que antes se llamaba Patronato Laboral Francisco Franco y que ahora tiene un nombre más amable del que no me acuerdo.
En el Patronato Laboral Francisco Franco fuimos a visitar a una vecina a la que Pili cuidaba de pequeña y a la que quería mucho. Mi tía, la viva, le quería llevar un botecito de cristal con cenizas de Pili y un cuadro en el que había enmarcadas unas cucharillas. No entendí porqué iba a querer alguien un cuadro con cucharillas, pero ahí que fuimos a casa de la vecina que se me olvidó el nombre pero era la lesbiana más butch que conocí en mi vida. La amé al instante porque tenía dos bolsas enormes de marihuana en el salón y una bandera LGTBIQ+ de dos metros adornando la estancia. Esa vecina no conocía el silencio. Su casa tampoco conocía el silencio porque no había un rincón sin decorar; su afición al horror vacui me hizo comprender su interés por el cuadro de cucharillas. Nos ofreció café cosa de 15 veces y 15 veces le dijimos amablemente que no. Me abrazaba, me daba besos en la cabeza y constantemente buscaba rasgos físicos comunes con mi tía. Parloteaba sin descanso y estaba empeñada en enseñarnos cada rincón de su casa: fotos viejas, tallas de madera que hacía ella misma, un tour por la antigua habitación de sus padres dónde una vez les oyó follar cuando tenían 80 años. Me cayó super bien porque a mí me encanta la gente que a la mínima te cuenta su vida. Luego me visualicé desde fuera, en ese instante de mi vida, en ese lugar, con un cuadro de cucharillas en la mano en la casa de esa señora 420 y me pregunté ¿pero cómo coño he acabado aquí hoy? Conseguimos irnos de esa casa no sin muchísimo esfuerzo, cuando ya nos empezaba a ofrecer whisky.
Me traje a Barcelona cinco cajas de cosas de mi abuela. Cosas absurdas como dos juegos de vajillas que me ocupan muchísimo espacio, tres ollas de metal de las que quema el asa y que ahora uso de macetero, una taza del PP que sospecho que es de mi tía Monjita, la jarra de Duralex de mi tía Pili y algunas tazas, una minipimer, un cuchillo que corta bien, cuatro tenedores, el azucarero de toda la vida, tres figuritas de Sargadelos, un sifón que está regular, un mandil, un cuadro de punto de cruz, una colección de boinas, un montón de camisas de flores y un abrigo de piel bastante cuestionable para mis amigos veganos. También me traje la foto de la boda de mi tía que es espectacular, porque como está divorciada, mi abuela decidió recortar a su ex y añadir una foto mía a modo collage.






Desempaqueté las cajas a la vez que me iba probando ropa de mi abuela. Mi tía decidió añadir mantas y toallas que hiciesen de elemento amortiguador de la vajilla y ahora tengo excedente de mantas y toallas en mi casa. También añadió un montón de bayetas de microfibra en los paquetes, cosa que me hizo mucha gracia y me vino hasta bien porque me había quedado sin ellas. En el punto en que llevaba puesta la boina, el mandil, la camisa de flores, una figurita de Sargadelos en una mano y unas bayetas de microfibra en la otra me puse a llorar desconsoladamente. Es triste pero mi apariencia creo que tendría que ser algo divertida.
Siempre he transitado por el duelo a base de aferrarme a lo absurdo que supone morise. A un cura que canta mal. A un cuadro de cucharillas. A unas bayetas de microfibra. A Patrick Swayze. A la cerveza, más que justificada, a las 11 de la mañana en el bar del tanatorio. La pena me acompaña en todas esas circunstancias en las que me gustaría no estar, pero estoy. No disimulo mucho cuándo lloro, tampoco cuando me entra la risa un poco.
Por lo que sea, Substack ha decidido notificarme con este post (sin haberte leído nunca antes)
He adorado como has contado algo tan duro y tan triste, con tanta ironía y tanto humor
Abrazo fuerte.
Perdón por el anuncio ahí en medio super desafortunado de "suscríbete a mi canal". No lo sé quitar lol